Comparada por la prensa internacional con The Franchiser, de Stanley Elkin, V, de Thomas Pynchon o El mundo según Garp de John Irving, La escoba del sistema nos introduce al mundo barroco, irónico, filosófico, discursivo y, sobretodo, excesivo de David Foster Wallace.
Un libro lleno de personajes curiosos mezcla del realismo sucio que conreaban sus coetáneos de la Generación X y del surrealismo de autores pop como el cineasta John Waters o, incluso, del realismo mágico de la narrativa sudaméricana. Conocemos a Lenore, la hija y la bisabuela, a Rick Vigorous (impotente a pesar del apellido), Candy Mandible (la amiga sexualizada, muy a lo Reality Bites, de Lenore), Norman Bombardini (que pretende comer hasta ocupar todo el mundo, literalmente), Vlad el Empalador (su cacatúa que misteriosamente empieza a hablar)…
La calidad narrativa de Foster Wallace es inconmensurable. Los capítulos se convierten en historias que queremos oír, en relatos que piden nuestra atención más absoluta. Queremos saber qué le sucede al hombre que padece de una doble-vanidad: es vanidoso pero está obsesionado en fingir que no lo es. O dónde ha ido la bisabuela de Lenore que, junto con otros 20 residentes más, ha desaparecido de la residencia donde estaba. O cualquiera de las muchas historias que Rick recibe en su editorial y que le cuenta a Lenore a petición de esta.
La multiplicidad de personajes, de narradores, de puntos de vista, de espacios, situaciones y capítulos trampa que solo obtienen significado algunos capítulos después, podría haber convertido esta novela en una odisea inescrutable. Una locura de un joven aún universitario. Si no fuera por dos razones primordiales: primera, el uso inteligente de diferentes registros narrativos que utiliza su autor para mostrar espacios, sensaciones y personajes. Encontramos, por ejemplo, en forma teatral la decisión del gobernador de Ohio de construir un desierto falso en el centro del estado para que los ciudadanos no se relajen, para que tengan un punto de referencia negativa, de contraste. Para que vean lo bien que están en realidad. Y ante la pantomima de los políticos, la elección de la forma teatral no parece ser una mera casualidad. Abundan, también, las transcripciones literales (estilema de David Foster Wallace) de las sesiones de Lenore y de Rick con el doctor Jay y los diálogos no referenciados ni contextualizados pero tan bien enlazados que obligan a seguir leyendo hasta descubrir sus autores.
Segunda, la gran multitud de dilemas filosóficos que plantea el texto y que rehúyen los tópicos existencialistas que habitan otras bildungsroman. Y no olvidemos que, el propio Foster Wallace, así la calificaba. Aquí no se trata de dudas sobre el crecimiento, el trabajo, la vida, el amor, la muerte… que también, están presentes, por supuesto, sino que se acometen los temas de la identidad, la construcción del individuo, el realismo de la realidad, el lenguaje como herramienta constructora y modificadora de la realidad… múltiples cuestiones que invitan, constantemente, a realizar pequeños excursos antes de seguir leyendo.
La filosofía del lenguaje, representada en la novela sobre todo por la figura de Wittgenstein, profesor de la bisabuela de Lenore, se convierte en fundamental para entender el desarrollo de la novela y, también, la ironía de su autor. Los juegos del lenguaje de este pensador se suceden a lo largo del texto mostrando la arbitrariedad e inutilidad del lenguaje si las reglas de su uso (las reglas del juego) no son compartidas por todos.
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